El mundo se estremece, miles de incendios devastan la Amazonía, el pulmón del mundo, nuestro salvavidas frente al cambio climático.

Los líderes del G7 se estremecen y emocionan en un elegante balneario antiguamente caleta de pescadores de ballenas, se estremecen a la sombra de un elegante hotel, ayer palacio construido para la emperatriz Eugenia, esposa de Napoléon III. Algo se debe hacer, la Amazonía es patrimonio de la humanidad y debemos preservarla. No es el humo que cubre parte del continente, no son los bosques desapareciendo bajo las llamas en tres países: Brasil, Bolivia y Paraguay, es nuestro futuro el que está en juego, es el aire que respiramos, es el pulmón del mundo que parte en llamas.

¡Cómo no emocionarse!

¡Cómo no pedir una acción inmediata!

Los ganaderos en la lejana Sudamérica continúan quemando para ganar terreno para pastizales, para criar el ganado que llevará a las mesas, en Biarritz, y en su pueblo, el codiciado bistec, rojo, a punto, bien cocido.

¡Qué contradicción! ¡Cómo balancear la buena mesa con el buen clima!

Arde la Amazonía y el mundo se estremece. Esa misma noche, al leer las noticias del incendio más grande del planeta, leí en una página interior que en el puente de Rumichaca, hermoso puente de piedra sobre el río Carchi, aquel que separa Colombia de Ecuador, miles de venezolanos hacían fila para cruzarlo antes de medianoche.

Antes de medianoche, la hora en que salen los fantasmas, la hora de la vergüenza, la hora en que se caen los zapatitos de cristal de los cuentos infantiles, al sonar las doce campanadas se comenzará a pedir a los venezolanos una visa humanitaria para entrar al Ecuador y allí, o pedir asilo o seguir camino hacia Perú o más allá hacia Chile o más allá hacia Argentina, hacia un lugar donde escapar de la pobreza que destruye Venezuela.

Costo de la visa humanitaria: 50 dólares, ¡nada!, qué son cincuenta dólares, se preguntará el lector, ¡nada!, -pero nosotros somos cuatro -dice una madre venezolana-, son doscientos dólares.

¡Nada!

Nada menos que 18 meses del sueldo mínimo en Venezuela, el que el mes pasado no alcanzó los 3 dólares, 18 meses en que si no se come se logra ahorrar para pagar una visa. Y sin carroza, sin zapatos de cristal agarrando a sus hijos de la mano, esa madre ruega lograr pasar antes de que suene la última campanada.

El G7 y el mundo se estremecen, tenemos que salvar el pulmón del mundo, es nuestro planeta, nuestro futuro, y cierto, hay que apagar la Amazonía que parte en llamas, es nuestro aire, tenemos que poder respirar.

¿Rumichaca? en Rumichaca no hay palacios y ahí no puso pie Napoleón o la emperatriz, pasó el inca Huayna Cápac y sus tropas, en recorrido inverso, venían de Cusco a conquistar Ecuador y el sur de Colombia.

¿Nosotros? Nosotros esperaremos las doce campanadas a la medianoche, y pese a respirar profundamente, no podremos dormir.

En Honduras, en El Salvador, en Guatemala, otra madre emprende viaje hacia el norte, como el Inca, sabiendo que en algún momento detendrán su marcha y tendrá que pasar bajo un puente.

¡Arde la Amazonía!

¡Arde Latinoamérica!

¡Qué frío hace en Rumichaca! ¡Qué peligrosas las aguas del río Bravo! Cae la noche en espera de la hora veinticinco.

Gustavo Gac-Artigas: escritor y director de teatro chileno, miembro correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española (ANLE)

(Las Tribunas expresan la opinión de los autores, sin que EFE comparta necesariamente sus puntos de vista)

EFEUSA

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