Cuando una vacuna contra el coronavirus esté disponible, ¿la recibirán con una gran ovación, como la vacuna contra la polio, o con cierto letargo, como la vacuna contra el sarampión? ¿O algún extraño híbrido de los dos? 

La confianza de los estadounidenses en la autoridad, en una vacuna asequible y el sentido de solidaridad determinarán los resultados, dijeron Orenstein y otros veteranos e historiadores de la salud pública.

Las percepciones de enfermedades particulares, y de las vacunas, reflejan la gravedad de las enfermedades en sí mismas, pero también juegan un papel importante los valores populares, la cultura, la evaluación de riesgos y la política. 

La aceptación de las medidas de salud pública, ya sean máscaras faciales o vacunas, nunca se determina por completo por un balance racional riesgo-beneficio.

La vacuna contra la polio fue una de las pocas que el público recibió con entusiasmo. Enfermedades como el sarampión y la tos ferina eran aflicciones familiares en la infancia. En la mayoría de los años mataban a más niños que la poliomelitis.

Pero la polio, que puso a las personas en pulmotores y aparatos ortopédicos para las piernas, era visible de una manera que nunca podría serlo el certificado de defunción de un bebé, guardado en un cajón.

CONFIANZA EN LA CIENCIA 

Las vacunas son a menudo difíciles de vender, ya que previenen más que curan enfermedades y parecen aterradoras, aunque en general son bastante seguras. Dado que deben usarse ampliamente para prevenir brotes, las campañas de vacunación exitosas dependen en gran medida de la confianza en quienes venden, recomiendan y administran los medicamentos. Y la confianza en la ciencia, el gobierno y las empresas no siempre ha sido constante.

A fines del siglo XIX y principios del XX, cuando las leyes de salud pública cambiaban, las autoridades que luchaban contra las epidemias de viruela solían enviar a los vacunadores acompañados de policías. 

Entraban en las fábricas donde se habían reportado casos, cerraban las puertas con llave y ponían a los trabajadores en fila, para vacunarlos. La resistencia de los trabajadores no era infundada: la vacuna a veces causaba hinchazón de los brazos, fiebre e infecciones bacterianas. La vacunación podría costar el salario perdido de una semana.

Las autoridades habían aprendido la lección en la década de 1920, cuando apareció la vacuna contra la difteria, como señala James Colgrove en su libro “Estado de inmunidad: la política de la vacunación en los Estados Unidos del siglo XX”. 

La difteria era un asesina de niños muy temida, y las campañas publicitarias dirigidas por funcionarios de salud pública, compañías de seguros y organizaciones benéficas buscaban educar y persuadir en lugar de coaccionar.

La poliomielitis aterrorizó a los estadounidenses y alcanzó su punto máximo en 1952 con más de 57.000 casos. En 1938, el presidente Franklin D. Roosevelt, él mismo víctima de la polio, había iniciado un programa científico nacional para combatir la enfermedad, respaldado por las contribuciones de millones de estadounidenses a través de March of Dimes.

El resultado de unir al gobierno y al pueblo fue la vacuna antipoliomielítica inactivada de Jonas Salk. Cimentó una poderosa confianza posterior a la Segunda Guerra Mundial en la institución científica y médica del país, que perduraría durante muchos años.

LA SOLIDARIDAD SOCIAL 

Las vacunas previenen la circulación de una enfermedad entre los no vacunados a través de lo que los científicos llaman inmunidad colectiva, si se vacuna a suficientes personas. 

Cuando una vacuna confiable contra la rubéola estuvo disponible en 1969, los estados rápidamente requirieron la vacunación infantil, a pesar que la rubéola era prácticamente inofensiva en niños. Querían proteger a una población vulnerable, las mujeres embarazadas, para evitar que se repitiera la epidemia de rubéola congénita de 1963-64, que provocó 30.000 muertes fetales y el nacimiento de más de 20.000 bebés con discapacidades graves.

La adopción de la vacuna contra la rubéola, como señala la historiadora Elena Conis de la Universidad de California-Berkeley en su libro, “La nación de las vacunas: la relación cambiante de Estados Unidos con la inmunización”, marcó la primera vez que se implementó una vacuna que no ofrecía ningún beneficio directo a las personas inmunizadas.

Aun así, fue necesaria una combinación de miedo, solidaridad y coerción para que Orenstein y sus colegas de los CDC y las agencias estatales de salud pública impulsaran las tasas de vacunación infantil contra el sarampión, la tos ferina, la rubéola y la difteria al 90% o más en la década de 1990 para asegurar la inmunidad colectiva.

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